VIII. Las palomas de Bencáliz

Aldea del Cano. Casas de Don Antonio. Y a mitad de camino, cuando en Mesopotamia brota la primavera, el caminante encuentra una loma y una pradera, y un paseo protegido por árboles tan altos que parecen centinelas que guardan el paso hasta el palacio, o la casa fuerte, o la fortaleza o como el caminante quiera nombrarla, porque Bencáliz, Aven Valis, Sorores, resiste el tiempo y los topográficos.

Y en lo alto de la loma los restos de una ermita recuerdan a una villa romana. Dicen que hubo un tiempo pagano en el que estuvieron de moda casas en el campo construidas con ábsides, y que con la llegada de los cristianos, muchos pensaron que esas casas eran lugar sagrado y levantaron sobre ellas iglesias y capillas.

Cuentan que un día, en el prado que se extiende desde las ruinas romanas hasta el camino, una joven tendía la sábanas. Eran blancas, como las de los hoteles. Y el horizonte era una alfombra verde y también blanca como las banderas del desierto.

Y dicen que la joven vio llegar dos palomas que tomaron los arcos rotos de la ermita como lugar de descanso y vigía. Hay quien cuenta y no para de los nervios de la joven por pensar que le traían recado de su amor.

Y que entre cordeles y ropa tendida salió corriendo hacia las viejas paredes a tal velocidad, y con tanto anhelo, que una de las cintas de las que colgaban las sábanas segó su cuello, y que su sangre manchó la tela blanca y que se tiñó de rojo, y que el horizonte se vistió entonces de una alfombra verde, blanca y roja. Y dicen que son los colores de las banderas lusitanas, las de la ropa tendida en Gata o en Marvâo, en Zalamea o en Belmonte. O en Santa Amalia.

Las palomas asustadas retomaron el vuelo para acercarse a la joven, y mientras se aproximaban al cuerpo tendido en la pradera, sus alas se iban transformando en brazos y manos, y la cabeza en ojos, en grandes ojos.

Cuando Bellona y Ataecina llegaron al lugar donde la joven yacía, una ráfaga de viento acercó en volandas un carta y la dejó caer sobre su pecho inerte.

Cuentan que la carta había salido de la hornacina del que fue en tiempos un miliario romano, luego el altarcillo de una virgen y después un buzón de correos.

Y dicen, y lo afirman con rotundidad, que en esa carta iba un recado de su amado. Que pronto volvería a Bencáliz y que harían de su pradera y de su paseo de los árboles altos el paraíso.

Dicen, por último, que de las lágrimas de Bellona y Ataecina brotó un río que lleva el nombre del amado, el Arroyo de Santiago.