VII. Los hombres del miedo

Junio. El final del curso se acercaba y volvían los meses de la guitarra negra en el canal y en la plaza, y llegaban las carreras por la calle Mayor y el adiós definitivo a don Isidoro.

La calle Mayor describe una media luna, y en las noches oscuras el alumbrado público dibujaba sombras alargadas en las que uno veía la silueta del Lute, o al menos esa era la leyenda, el rumor y el argumento de las madres para hacerte volver pronto a casa.

Uno se acercaba a esa calle, el paseo, aún sabiendo que se podía encontrar cara a cara con el preso del penal de El Puerto. Había oído en la cocina de los muebles verdes, todo el mundo lo sabía, que el Lute había escapado, una vez más, de la cárcel, y que estaba en todas partes, que lo habían visto haciendo autostop en Valdelacalzada, que los civiles iban tras él por los campos de Torrebaja, mientras el camarero del bar de Puertapalma, el bar donde paraban los taxistas del Far Wext, aseguraba que le había servido un café dos horas antes, y que había estado alternando con el hombre gris que vivía en el Gurugú.

Uno pensaba que el hombre gris tenía un saco, y se llevaba a los niños por los caminos de las parcelas que están junto a la vía del tren, junto a la acequia donde crecían los juncos con los que hacíamos flechas, como las de los indios de las películas del cine de verano.

Uno creía que se los llevaba a Chaparrito porque allí estaba el cementerio, y que junto a la tapia se encontraba con el Lute que le compraba a los niños para comérselos, y mientras esto pensaba, uno se aferraba a las sábanas para cubrirse y no ser descubierto por los hombres del saco.

Porque con la llegada de los sacamantecas a su vida, llegaron el miedo y las farolas de la calle del Rosario apagadas en su camino a la plaza. Y es que uno imaginaba que se iba habitando una casa abandonada en la curva de la estación de Talavera, donde su padre facturaba las películas metidas en sacos que eran grises, y en la que vivían el hombre también gris, el Lute, el sacamantecas y un león que decían que había escapado de un circo cercano.

En el fondo, con los hombres del miedo uno despertó del tiempo de los niños, y fue dejando las carteleras de Ben Hur cabalgando por la calzada romana en la taquilla del cine de la plaza, se fue olvidando de las palomas que venían de Sagrajas entonando nubas del viento constante en lengua arábiga, fue perdiendo la memoria de los nombres de los héroes de América, y a dar apellidos a los presos de Castilla que trajeron el agua, a situar en el mapa los lugares de Campanario y Usagre, y a saber de razas que hacían del bosque su casa.

Y aunque el Lute no era el Lute, era una excusa, y aunque el hombre gris iba de negro y sin saco, y era el último verdugo que hubo por estas tierras, el que luego volvimos a ver en la película de Martín Patino, y aunque el sacamantecas no robaba niños, era un mendigo que venía de Montijo, y el león huido era un cromo del chocolate Zahor, los hombres del miedo formaron parte de nuestra edad de la tierra firme, y habitaron en el Far Wext en los años azules.

Una siesta, pasado algún tiempo, anunciaron en el telediario la captura del Lute, y hablaron también del final del curso y del adiós a la cándida inocencia.

Rades
Revista Grada

Número 14. Junio 2008