VI. Por la cruz bendita

Aunque era mayo uno se acercaba al parque para ver si habían llegado ya los carromatos. Uno sabía que hasta entrado el verano el parque no se poblaba de hogueras, de voces de niños y de cantes a media noche. Era gente que con el tiempo de la recolecta hacía del verano su vida, del bosque su casa y de los tomates su tesoro. Era el tiempo de los gitanos.

Uno iba allí con algo de temor. Bueno, vale, sí, con bastante miedo. Pero no se quería perder la llegada de las diligencias cargadas de niñas con trenzas, de hombres con sombreros negros y de las madres del desparpajo y los collares blancos. Uno pensaba que era la verdadera caravana del oeste, la de las películas del cine de verano. Pero por la noche la caravana se convertía en el bosque del Hombre Lobo, la mujer en una zíngara que te hablaba del futuro en tus manos, y las guitarras del sur en panderetas y cantos del castillo de Drácula. O al menos eso era lo que uno había visto en las novelas ilustradas de Bruguera que compraba en el atrio de la iglesia: dibujos de Transilvania, robos en La Isla del Diablo, rezos en Las Cruzadas, amores de Las Mil y una noches, y el niño perdido en el bosque que fue criado por una manada de lobos.

Porque con la llegada de los gitanos a su vida llegaron los nómadas, y también las películas de Manolo Escobar al cine de Guadiana, y ese eterno juramento de pagarle la entrada a la mama Isabel a la semana que viene, cuando cobremos los tomates. Se lo juro, paya, se lo juro por la cruz bendita.

Con los gitanos uno aprendió que hubo un tiempo para ellos, y que después de haber llegado al Far Wext gente de Roma, donde las legiones, de la lejana Arabia, la de los cuentos, de allende los mares de América, de presos de Castilla, los del canal, y de familias de Usagre y de Campanario, en los parques de la tierra colonizada se levantaron campamentos de gente de paso.

Y aunque el parque no era parque, era un bosque de eucaliptos que habían plantado en los primeros años de nuestras vidas, con la idea de proteger de los vientos del oeste al pueblo, y en los carromatos no viajaba la familia Ingalls, a uno le quedaba el miedo metido en el cuerpo, y las aventuras de Bruguera y los sortilegios del Hombre Lobo en la cabeza.

Una noche, pasado el tiempo, el pueblo creció, talaron los árboles, el parque desapareció, y los gitanos abandonaron el bosque tal como llegaron, con el sombrero y los collares al viento que nunca volvió.

Y uno fue allí, donde ahora viven el mellizo Ramón y la su María, y encontró una piedra con una cruz pintada con carbón, y debajo de ella una moneda de 25 pesetas con la cara de Manolo Escobar, de carbón también, en el reverso. Eran los 25 juramentos para el verano que alguien dejó allí para Isabel.

Rades