V. Os Contrabandistas

Algunos los llamaban los bastardos de la Raya. Otros los vistieron de un cierto halo de heroísmo, de un rastro de Señores de la Sierra que se pierde en la mitología lusitana y que nos evoca a los antiguos guerrilleros de Viriato, aquellos que mantuvieron en vilo a tropas imperiales venidas desde el otro lado de las montañas del este, o a los incómodos ejércitos de ladrones y salteadores de caminos que llamaban de los Golfines, o a los bandoleros de Santibáñez y la Sierra de Gata que jugaban al ratón y al gato con otras tropas venidas de más allá de las montañas del norte, aquellos que hablaban en francés, o a los Niños de la Noche que se echaron al monte para defenderse de la ofensiva golpista y africana que llegaba del sur.

Eran días grises del café y del aceite. Y del trigo y del tabaco. Y dicen que había un camino serrano que recorría San Pedro y que salían de las puertas del castillo de Montánchez, pero ya no oían los cantos bereberes o la llamada a la oración. Sólo una campana de la ermita les decía adiós y hasta pronto.

A través de la Sierra del Centinela (qué hermoso nombre para una montaña) pasaban por los muros de Santa Lucía del Trampal (qué hermoso lugar para una vida), y allí paraban a pasar la noche y a coger naranjas que llevarse a la boca.

A Loriana llegaban ya un poco cansados. Y a la puerta del monasterio de San Isidro llamaban para escuchar historias de fray Gonzalo. Si estaba de buenas les dejaba descansar en su claustro. Si los guardias habían pasado por allí recientemente los alojaba en la Cueva del Monje, que dicho así pareciera que fuera una cueva y que la habitara un religioso del monasterio. Era, y es, un maravilloso dolmen cuya ubicación exacta no desvelaremos, donde dicen y cuentan que algún fraile se retiraba durante días para la oración y el sacrificio.

A lo lejos quedaba Alburquerque y sus cuatro castillos. Pero ellos descansaban en el Risco de San Blas, entre las pinturas rupestres, el cielo abierto, y algún nombre escrito con carbón de una mujer amada. Y pasada la cuarta noche se encaminaban, unos al norte, a la siguiente estación en los dólmenes de Jola, otros al sur, porque querían volver con el recuerdo del castillo blanco de Fontalva, porque era lo que más se parecía a los sueños de princesas y dragones.

Y después de soñar y entregar la mercancía volvían sobre lo andado, porque echaban de menos la campana de la ermita del castillo que no era blanco, pero que les esperaba para volver a decirles adiós. Eran os contrabandistas.