III. Las cartas del almirante

Días de escuela. Bien abrigado llegaba al colegio, sentados frente a una cruz y ciertos retratos… y el himno de Asfalto. La goma de borrar de nata, el catecismo y la comunión.

Y por la tarde íbamos a la tienda de Chiripita a comprar lápices Alpino o algún rotulador Carioca, con los que nos manchábamos los pantalones y la manga de la camisa. Y luego al comercio de Miguel Molina, porque tenía encima del mostrador el aguzalápiz con el que sacábamos punta a nuestros colores. Y más tarde a por hojas de morera con las que llenábamos las carteras para dar de comer a los gusanos.

Y alguna de esas tardes uno creyó oír que Don Isidoro contaba que Colón escribió unas cartas a un fraile de Guadalupe, unas cartas donde narraba las maravillas de un nuevo mundo por conocer, por conquistar, y que por eso navegaron Francisco Pizarro, Hernán Cortés, Pedro de Valdivia o Núñez de Balboa, convirtiéndose en los hijos del mar, aunque esto uno nunca lo vio en el cine, ni conocía por entonces Lisboa, ni había tocado aún el océano.

Uno iba a escuela imaginando los barcos del almirante atracando en costas repletas de indios, pero no de los indios de Glenn Ford, el vaquero de mirada triste, ni de Toro Sentado. Eran indios porque así se lo enseñaba Don Isidoro, y eran soldados cristianos porque así se lo aseguraban en catequesis. Uno iba a escuela pensando que nunca ganaría los concursos de dibujo, porque para eso estaban los mellizos, siempre los mellizos.

Porque con la llegada de América a sus cartillas, saltaron los héroes a sus pupitres, mientras en las paredes del aula 2 colgaban los dibujos coloreados de vaqueros y de romanos junto a esos ciertos retratos de la canción de Asfalto.

Con América uno pensó que aquellas cartas habían llegado al Far Wext, a los buzones de Pizarro, a la plaza de Hernán Cortés o de Alvarado, a las casas de Balboa, donde los aviones, al ayuntamiento de Valdivia, donde las fábricas de tomate y los lotes de parcelas, a Conquista del Guadiana, a Alonso de Ojeda o al taller de Zurbarán y a su plaza de Guadalupe, donde estaba el cine de tío Antonio.

Y uno pensó que este far wext, después de ver pasar en tractor a las legiones del César, y después de ver volar a las palomas de Saladino camino de Novelda, se pobló de navegantes que habían venido del mar y que traían el oro de un tal Atahualpa.

Y uno pensó, también, que cuando iba a las Vegas Altas a ver a tía Severina, deshacía el camino de ese Colón, porque atravesaba los pueblos que dieron nombre a los héroes del mar, o acaso fuera al revés, y aquellos navegantes fueran héroes del No-Do con cuyos nombres bautizaron a buena parte del Far Wext, y que los verdaderos héroes del oeste llegaron aquí por los años sesenta.

Despertamos en pupitres de dos en dos, aún recuerdo el estrecho bigote de Don Ramón y la estufa de carbón frente al profesor, la dichosa estufa que no calienta ni a Dios.


Rades
Grada, Revista de ocio y deporte.
Año I. Número 10. Febrero de 2008