Espejos de Tarifa

PRIMER PREMIO
I CERTAMEN DE RELATOS "FERIAS Y FIESTAS DE MONTIJO" 1982


No, ya no quedan moros en España, Víctor. Los pueblos son como los ríos, no se detienen hasta llegar al mar. Por eso los moros están ahora al otro lado del mar. Muy lejos para los ojos de un niño.

Fue de allí desde donde llegaron hace muchos años; venían en naves cargadas de lanzas y escudos, y también de perfumes de Arabia, de óleos para aligerar el cuerpo de los más aguerridos, de guitarras y cantos de arena, de tratados de álgebra compleja.

Dejaron a sus mujeres en el desierto cuidando de la hacienda y a sus concubinas, jóvenes doncellas, asomadas, rostro velado, a las ventanillas, pudor femenino, de los palacios, recato religioso, mientras ellos iban camino del puerto.

Unos eran salvajes, con bigotes ensortijados; sólo comían raíces y animalillos que encontraban en la tierra. Eran expertos en el manejo de las armas.

Otros eran poetas. Las telas de sus vestidos habían sido traídas de las lejanas orillas del río Indo, los aceites del país de los faraones, bebían en copas compradas a los barcos griegos y conocían la felicidad.

Del padre de Said sólo sabemos que era mercader, recorría las aldeas comerciando con los cristianos. El muchacho le acompañaba en todos sus viajes llegando a conocer, con los niños, los secretos de la mercadería: cómo hacer pasar un tapiz de los talleres cordobeses por un genuino persa, cómo convencer a las madres cristianas de que los espejos eran fenicios cuando en realidad habían sido comprados en Tarifa a un mercader toledano.

Así, poco a poco, Saíd, que sólo tenía diez años cuando vino del mar con su padre, fue creciendo como crece el sentimiento del enamorado: en progresión aritmética, deja la tierna amistad infantil por un afecto que tiene nombre de adolescente, el arrebato del joven encandilado, la serena presencia del sereno amor del hombre. Y era el amor quien lavaba y hermoseaba su cara cada año que pasaba. (¿O era él quien embellecía al amor).

Víctor, sabes que a veces los hombres al hablar de los dioses no se ponen de acuerdo sobre su nombre. Los grandes polemistas discuten día y noche en las academias de Filosofía cuántos dioses hay, uno, tres, cin­co, si son buenos para los humanos o por el contrario preparan la venganza que harán caer sobre ellos. Cuando, por fin, llegan a conocer el secreto son viejo, su lengua se ha vuelto torpe y resbaladiza, y con él se van a la tumba.

Los antiguos romanos tenían multitud de dioses que explicaban todos los sucesos de la vida doméstica. Así también los griegos (No se te olvide que Roma calcó su pensamiento religioso de Atenas) y otros pueblos mediterráneos.


En España, cuando el joven Said embarullaba a las mujeres cristianas, vivían, mejor convivían, con el respeto que da la tolerancia, judíos, moros y cristianos. De los primeros aprendimos a amar el comercio, a comprender la dificultad de las matemáticas de los segundos. Los cristianos nos enseñaron a entonar música monódica bajo las agujas de sus catedrales.

Saíd, que a sus veinticinco años vivía en un pueblecito del Suroeste, había dejado de acompañar a su padre para comenzar a dirigir uno de los molinos más activos de la comarca. Allí llevaban a lomos de asnos enfermos y espaldas de fornidos muchachos su trigo los campesinos de aquellos lugares. Allí fue donde empezó a conocer Said a sus primeros amigos y donde comenzó a desarro­llarse la desgracia. Entre el ruido de la piedra molar Said les hablaba de aventuras desconocidas para ellos, de secretos que sólo entre ellos se debían dar a conocer, de fórmulas gestuales para concretar encuentros y algunas cosas más...

La belleza a menudo se alía con el mal y el efecto que produce es doblemente terrible para el que lo sufre.

Said, aunque participaba del primer regalo, no conocía el mal. Es la ignorancia la que peca, y fueron sus vecinos por ella misma los que hicieron de la vida de aquel muchacho alegre una guerra contra el demonio de la malicia.

El por qué bañaba el secreto aquellos encuentros en el molino no lo sabemos, porque ni las crónicas ni la historia nos lo dicen. Nos han llegado solamente versos, pocos y maltrechos, que allí se escribieron, que cantaban las flores de la juventud y de la amistad. Versos limpios como campos de tulipanes y hermosos como el cuarto creciente en la luna.

Iban al atardecer con la excusa de recoger leña en la montaña o de cazar conejos. Uno llevaba esencia de tomillo, otro una vara de mirto, un traje de doncella un tercero, ramas de encina, frutas recién cortadas, carne... Cuando llegaban, bien entrada la noche, a sus casas el brillo de los ojos les delataba. El temblar de sus manos les hacía dudar al abrir la puerta. La sonrisa en los labios les hacía parecer faunos, el pelo revuelto poetas.

Una noche, cuando Agosto descargaba sudor, algún padre de aquellos muchachos salió a pasear al campo. No podía dormir y pensó que contar estrellas le devolvería el sueño. Cerca del pozo donde fue a refrescarse oyó voces y cantos que venían del molino del moro Said. Se acercó a él y sin ser visto se apostó en una pequeña ventana.

Tres días después apareció muerto el primer moro del pueblo. Se había desatado la cólera de los cristianos. A puñal, por la espalda, mientras dormían, envenenados mataron a los moros, a todos los moros del pueblo. Pero los atentos padres cristianos no consiguieron encontrar a Said que logró huir de la muerte escondiéndose en el sótano de su molino.

Fueron tantos los muertos que desde entonces conocemos aquel pueblo como Valle de Matamoros.
La chispa del odio se extendió a todo el país. Empezaron las luchas entre gentes de la misma región, paisanos de la misma ciudad, vecinos de la misma calle, hermanos de la misma familia.

Y los moros se marcharon.

Intentaron llegar al mar por el norte y volvieron a él camino del sur. Regresaban en naves cargadas de heridos por lanza y puñal, de fuerte olor a sangre derrotada, de guitarras con las cuerdas rotas y cantos de Granada, de tratados de Ira humana.

Cuando llegaron al desierto no recono­cieron a sus mujeres. Eran viejas y se movían encorvadas ayudadas por el cayado. Ni a las concubinas, abuelas desdentadas, acostadas, cansada cara, en las esteras, incansable espera, de los palacios, piedra caída, mientras ellos venían del puerto.

Los salvajes maldecían.

Los poetas lloraban.

De Said no sabemos nada. La leyenda cuenta que todavía recibe a los muchachos del pueblo en su molino. Otros dicen que murió de hambre en el sótano al no poder salir de él. Los más viejos cuentan que todos los años, una noche, cuando Agosto descarga sudor, se le ve en la torre de la Iglesia pronunciando a voces el nombre de Sancho.

A mí, Víctor, me gustaría saber qué era lo que sucedía en aquel molino del moro Said.