II. La Batalla de Sagrajas

Cuentan las viejas crónicas que un día de octubre, allá por el año 1086, cuando el oeste era un jardín del rey Al Mutawakil en Badajoz, se detuvieron las aguas del río para contemplar el paso de los ejércitos de la morería camino de Sagrajas.

Iban al encuentro de los castellanos. Al final del día, el final de la batalla, y al amanecer una paloma voló a Sevilla, al sur, para contar de la victoria, al tiempo que Al Mutawakil entonaba himnos de amor en su jardín bajo la luna de alcazaba.

Uno volvía a Sagrajas con los mellizos, siempre los mellizos, con el eco de los tambores de guerra en el R5, para encontrarse con las tres hermanas y contar leyendas de la finca que dicen de una duquesa.

Uno pensaba que allí era donde vivían Axa, Fátima y Marién, las hermanas que vinieron desde aquel sur y que oyeron desde un campo cercano los gritos de la batalla y el relincho de los caballos, aquellas que alcanzaron la fama porque algún joven Alí les dedicó una vieja canción de las batallas del desamor:

Tres morillas me enamoran en Jaén: Axa y Fátima y Marién.
….
Tres moricas tan lozanas iban a coger manzanas, y cogidas las hallaban en Jaén: Axa, Fátima y Marién.

Porque con la llegada de Sagrajas a sus vidas llegaron los turbantes a su cabeza y la cimitarra al cinturón, mientras en los bolsillos guardaba los restos del Fort Apache de comansi y una cartelera de Quo Vadis.

Con Sagrajas uno aprendió que hubo un tiempo en el que el oeste, antes de ser far wext, fue oriente, y que la vega fue una huerta de poemas y arcos de herradura. Y supo que Ben Hur abrazó la fe del desierto y se hizo llamar Lawrence de Arabia, y cabalgaba por las llanuras de Bótoa, y supo que las palomas mensajeras llevaban los ecos de la victoria hasta Novelda, donde vivía la tía Carmen, o al menos eso es lo que ella le contaba mientras le preparaba el bizcocho para desayunar cuando sacaba el permiso de conducir, y era lo que había visto en las películas del cine de verano, porque así tenía que ser, y porque así lo dibujaba Diego Antonio, antes de ser Diego, en sobres usados, antes de ser cartero.

Y aunque Lawrence no era Lawrence, y El Cairo era una plaza de Sevilla, a uno le quedaba Emilio el Moro, que allá por 1970, según cuentan las crónicas, abarrotó el cine de Pueblonuevo en una noche de tanto frío que sus cantes supieron a brasero de picón.

Y aunque las palomas vivían en el palomar de al lado, el palomar de la casa que llaman de Los Cacereños, y no eran mensajeras, traían anillados besos de Rebeca, recién nacida, y de Santi, porque venían de Novelda, siguiendo la estela de los raíles del tren.

Y aunque en realidad las tres hermanas no cogían manzanas, ni vieron batallas que no fueran surcos de maíz en la parcela del Arroyo Guerrero, llevaban en sus ojos el rastro de la hierba fresca, del heno, de la leche de vaca recién ordeñada, y de la banda sonora de La Casa de la Pradera.



Rades
Enero de 2008